domingo, 25 de mayo de 2025

Silencio

El espejo colgaba torcido. Cada vez que alguien dejaba de quererla, su reflejo se desvanecía un poco. Primero desapareció su madre, luego su esposo. Al mirarse hoy, solo veía el vacío tras el cristal. En la pared, alguien había escrito: No te reconocerían ni los que aún te aman. ☁

El jardín de las mariposas negras

 Nunca debí haber regresado al pueblo. Pero cuando la carta llegó diciendo que mi madre estaba enferma, no tuve opción. Diez años habían pasado desde que me fui, y aún recordaba las advertencias de mi abuela: 

—No camines solo al anochecer. Ellas te seguirán. 

La casa seguía igual: el techo casi cayéndose, ventanas rotas selladas con tablas de madera, y ese jardín abandonado donde, según decían, papá desapareció. Mamá estaba en su cama, demacrada, hablando entre dientes: 

—Las mariposas… vuelan de noche… 

Yo creí que era la fiebre. 

El primer día, mientras limpiaba el jardín, encontré un frasco enterrado bajo las macetas. Dentro había alas secas, negras como el carbón, y una foto de papá con una mujer que no era mamá. En el reverso, una fecha: 21 de agosto de 1999. Tres días antes de que él desapareciera. Guardé el frasco en mi habitación, pero esa noche escuché aleteos contra la ventana. Cuando abrí las cortinas, no había nada. 

Mamá empeoró. Empezó a gritar: 

—¡Él está en el jardín! 

Una madrugada, la encontré de pie frente al espejo del pasillo, dibujando círculos en el vidrio empañado. Sus palabras se escuchaban con un tono siniestro: 

—Vinieron por él… ahora vienen por mí. 

Sus uñas habían dejado arañazos profundos en el marco. 

El 21 de agosto, decidí enfrentar lo que fuera. Tomé una linterna y salí al jardín. El aire olía a tierra mojada y azufre. Entre los arbustos, vi algo brillar: era el anillo de bodas de papá, cubierto de lodo. Lo guardé en mi bolsillo, pero cuando regresé a la casa, el frasco con las alas había desaparecido. En su lugar, había un montón de capullos vacíos sobre mi almohada. 

Mamá murió al amanecer. El médico dijo que fue un paro cardíaco, pero yo sé la verdad: su cuello estaba marcado con dos pequeños moretones, redondos y simétricos, como si algo se hubiera posado allí. 

Ahora escribo esto desde la estación de tren, esperando el primer vagón que me lleve lejos. El frasco reapareció en mi maleta. Las alas ya no están secas: palpitan, como si trataran de escapar. Y aunque no quiero volverme, siento que el jardín me observa. Ayer, al mirar por la ventana, juré ver una silueta entre los árboles. Alto, delgado, con el mismo sombrero que papá usaba. 

No sé qué fue de él. No sé qué somos nosotros. Solo sé que, desde aquella noche, cada vez que me miro al espejo, mis pupilas brillan con un destello ámbar, igual que las mariposas. ☁

jueves, 8 de mayo de 2025

Thor

Ella miraba la página en blanco con una mezcla de frustración y resignación. El diario de tapa negra, comprado hace meses en aquella tienda de chinos a la que siempre entraba para gastar dinero en cosas innecesarias acumulaba polvo sobre su escritorio. "¿Qué sentido tiene escribir si todos mis días son iguales?", susurraba, trazando círculos invisibles con la pluma sobre el papel. Su vida transcurría entre clases en la universidad, visitas interminables a la clínica veterinaria por culpa de su gato, Patricio, que parecía enfermarse cada dos semanas, y noches tratando de terminar los libros que tenía pendientes de leer. Nada merecía ser escrito. 

Esa tarde, mientras la lluvia golpeaba las ventanas, decidió escribir sobre su incapacidad para hacerlo. "Hoy tampoco pasó nada. Desperté, fui a la universidad, llevé a Patricio al veterinario (como de costumbre) y volví a casa. Hasta él parece morirse de aburrimiento". Las palabras le sonaron algo amargas, pero continuó, escribiendo su molestia sobre la rutina. 

Al día siguiente, algo cambió. Mientras esperaba en la sala de la clínica veterinaria, observó a un niño que acariciaba a un perro con una pata vendada.

—Se llama Thor —le dijo el niño con algo de orgullo en su voz, como si aquel nombre explicara toda la historia del perro.

Esa noche, mientras Patricio dormía en su regazo, anotó: "Hoy vi a un niño inventarle una historia a un perro que estaba cojo. Quizás lo importante está en esos detalles que pueden parecer simples".

Comenzó a buscar lo mínimo: el olor a incienso que flotaba en la tienda de chinos cada vez que entraba a comprar libretas nuevas (aunque el diario negro seguía siendo su favorito), el suspiro de alivio de su mamá cuando el veterinario dijo que Patricio no tenía nada grave, incluso las sombras que dibujaban los árboles cuando iba en el camión.

El diario se llenó de pequeños fragmentos: los ronroneos de Patricio, los diálogos clichés de los libros de romance que la hacían sonreír, el olor de la taza de té que toma antes de dormir sin importar el clima. Y aunque sus días seguían marcados por una rutina que es más que aburrida, descubrió que hasta lo cotidiano tiene una parte divertida cuando se le observa sin miedo a los detalles pequeños.

Ahora escribe sin prisa, con Patricio durmiendo a sus pies. Ya no busca aventuras como tal, solo instantes: migajas que, al juntarlas y observarlas resultan ser muy bonitas. ☁

jueves, 27 de marzo de 2025

Notas de una sombra en retroceso

La noche cubría la ciudad con una niebla espesa que pegaba a los edificios como un trapo mojado. Las calles estaban vacías, solo las luces de los postes parpadeaban sin parar, formando círculos de luz amarilla en el pavimento. En un edificio de oficinas de diez pisos, en el cuarto nivel, una mujer terminaba su trabajo. Su escritorio, iluminado por una pequeña lámpara, estaba rodeado de salas oscuras y silenciosas. Las pantallas de las computadoras cercanas brillaban con imágenes que se movían despacio, como hojas arrastradas por un río lento. 

El aire olía a café viejo y hojas de papel. Las paredes tenían estantes llenos de carpetas ordenadas, pero en el suelo, cerca de un basurero, había migajas de galletas y un posavasos con manchas de tinta. La mujer guardó su computadora en la mochila y se puso el abrigo. Al levantarse, su silla giró con un chirrido agudo que sonó fuerte en el silencio. 

Caminó hacia el pasillo, donde las luces del techo titilaban como velas a punto de apagarse. Al final, estaba el ascensor, pero ella decidió usar las escaleras. Bajó los primeros escalones, sus zapatos haciendo eco en el metal. En el tercer piso, notó algo extraño: las paredes, antes blancas, ahora brillaban como si estuvieran cubiertas de aceite. Se detuvo. El aire se sentía helado, y su respiración formaba pequeñas nubes blancas. 

Siguió bajando, pero cada piso parecía igual. Las puertas con números rojos siempre marcaban «4». Las escaleras no terminaban nunca, y las paredes empezaron a gotear un líquido pegajoso que caía hasta formar pozos en los escalones. El sonido del agua resonaba, como si el edificio estuviera gritando. 

Volvió al cuarto piso, corriendo, pero su oficina había cambiado. Los escritorios estaban cubiertos de polvo, y las pantallas mostraban niebla blanca y negra. En su silla, había ropa arrugada: un traje igual al suyo, vacío, como si alguien hubiera sacado el cuerpo de adentro. 

En la ventana, donde antes se veían edificios altos, ahora solo había oscuridad. Pero lo más extraño estaba en el cristal: su reflejo no la imitaba. Movió la mano derecha; la figura movió la izquierda. Ella sonrió; el reflejo mantuvo la boca quieta, seria. 

Huyó hacia el ascensor, que ahora sí abrió. Afuera, la ciudad seguía igual: con niebla y silencio. Esa noche, al llegar a casa, no se miró en ningún espejo. ☁



jueves, 20 de marzo de 2025

Luna

 A los doce años, la amistad entre nosotras crecía en lugares que nadie más veía: el salón vacío durante el recreo, donde nos escondíamos bajo los bancos para comer galletas y reírnos de los profesores; la bodega de Educación Física, donde fingíamos buscar pelotas perdidas para evitar correr; la salida trasera donde comprábamos tostadas de tomate a Doña Laurita. Tú llevabas el cabello hasta la cintura, yo lo tenía amarrado en una coleta.

Así pasábamos nuestros días y todo parecía nunca terminar. Hasta que todo llegó a su fin con una pelea por lo más estúpido del mundo. Intentamos solucionarlo y hacer como si nada hubiera pasado, habíamos jurado no volver a discutir por tonterías. Cumplimos, a medias: nunca más peleamos, pero nunca más hablamos.

Ocho años después, te volví a ver en el lugar más ridículo posible.

Estabas allí, sentada en una banca intentado cubrirte del sol. El tiempo te había teñido el cabello de rubio, cortado a la altura de la mandíbula, y con el mismo estilo de ropa de siempre. Cuando nuestras miradas chocaron, ambas desviamos la cabeza hacia el suelo, como si eso fuera la cosa más interesante. Fue tan incómodo que solo deseaba que el camión ya pasara para poder irme de ahí. La mala suerte llegó cuando el camión paso y nos subimos al mismo. Yo me senté cerca de la salida; tú elegiste un asiento junto a la ventana. No sabía si tú aún recordabas nuestra amistad, o si yo era la única que recordaba cada detalle.

Esa noche, no pude evitar el ir a revisar tus redes sociales y fue una sensación rara darme cuenta cuan diferentes son nuestras vidas ahora, me sentí un poco tonta porque creo que ahora yo soy la única que sigue sin poder borrar nuestras fotos de su teléfono. De todas maneras, me alegré al saber que te está yendo bien, de verdad. ☁

viernes, 7 de marzo de 2025

Luna entre cuatro paredes

 Luna era una lámpara nueva y brillante, con una luz que podía cambiar de color.

La compraron en una tienda elegante y la llevaron a una casa antigua llena de muebles viejos y recuerdos. En la casa vivían una abuela cariñosa llamada Leonor, su nieto Jair, que siempre estaba con su teléfono, un gato gruñón llamado Patricio, y un viejo reloj de péndulo llamado Tic-Tac, que llevaba décadas marcando las horas con su sonido constante.

Al principio, a nadie le gustaba Luna. La abuela Leonor prefería su lámpara de aceite antigua, que había sido un regalo de su esposo. Jair solo encendía a Luna para tomar fotos de sus videojuegos, y Patricio, el gato, se escondía debajo del sofá cada vez que la veía. Tic-Tac, el reloj, comentaba con su voz mecánica: «Las cosas nuevas no duran...».

Una tarde, la abuela Leonor estaba leyendo un libro en su sillón favorito, pero el sol se escondió tras las nubes y la habitación se oscureció. Luna, viendo que la abuela forcejeaba para ver las letras pequeñas, se encendió lentamente, iluminando las páginas con una luz cálida y suave. La abuela levantó la vista, sorprendida, y sonrió. «¡Gracias, querida!», dijo. Aquella noche, por primera vez, la abuela dejó encendida a Luna en lugar de su lámpara de aceite.

Patricio seguía sin confiar en ella. Una noche de tormenta, mientras los truenos retumbaban, el gato se escondió temblando en un rincón oscuro del pasillo. Luna, recordando que a Patricio le asustaba su brillo, se encendió en una luz tenue,como el cielo tranquilo antes de la lluvia. Poco a poco, Patricio se acercó, atraído por la calma de aquella luz, y se acurrucó junto a Luna. Desde entonces, el gato dormía cerca de ella todas las noches.

Jair era el mayor desafío. Pasaba horas jugando en línea, sin levantar la vista.

Una tarde, Luna se atrevió a hacer algo valiente: cuando Jair estaba transmitiendo un juego en su computadora, la lámpara cambió su luz a un rosa vibrante, luego a un verde brillante, y finalmente a un dorado suave. Jair, frustrado al principio, dejó el control y observó. «¿Cómo haces eso?», murmuró, tocando a Luna con curiosidad. Esa noche, Jair se sentó junto a su abuela y le preguntó: «¿Me lees un cuento?».

Pero el momento más importante llegó durante una cena familiar. De pronto, toda la casa se quedó a oscuras por un apagón. La abuela Leonor buscó velas, Jair gritó asustado, y Patricio saltó al regazo de la abuela. Entonces, Luna recordó que tenía una batería de emergencia. Con un esfuerzo, se encendió al máximo, llenando la sala de una luz dorada y brillante.

La familia se reunió alrededor de Luna. La abuela Leonor contó historias de su juventud, Jair imitó sombras en la pared con las manos, y Patricio perseguía los reflejos de la luz. Tic-Tac, el reloj, dejó de criticar y sus tics sonaron al ritmo de las risas.

Al día siguiente, la abuela Leonor colocó a Luna en el centro de la sala, junto a la foto de su esposo. «Él habría adorado tu luz», dijo. Jair, ahora, usaba a Luna para leer cómics por las noches, Patricio ronroneaba a sus pies, Tic-Tac marcaba las horas con un sonido más alegre, y la lámpara de aceite vieja descansaba en un estante, sin celos, disfrutando del descanso.

Luna ya no era solo una lámpara nueva. Era parte de la familia. ☁

jueves, 6 de marzo de 2025

Autobiografía

 Nací en México, un lugar que siempre he llamado hogar. Mi mamá es de otro estado diferente al que vivimos y desde pequeña me contaba historias sobre su niñez, lo que fue despertando una gran curiosidad por conocer el lugar.

Cuando tenía cuatro o cinco años, viví una experiencia que nunca olvidaré: alguien me atropelló con una bicicleta y me quebré el pie. Aunque no recuerdo mucho del accidente, sí tengo muy presente lo pesado que era el yeso y cómo mi papá tuvo que cargarme a todas partes durante ese tiempo.

En la primaria, me iba muy bien en la escuela y solía recibir diplomas por mis buenas calificaciones. Sin embargo, en algún momento me desvié un poco y no sé qué pasó je.

Al crecer, mis abuelos fueron una parte fundamental de mi vida. La muerte de mi abuelo, cuando yo tenía nueve años, fue mi primer encuentro con una pérdida real y profunda. No sabía cómo manejar ese dolor. Cuando mi abuela falleció dos años después, fue diferente. Al principio, no sentí nada, como si mi cerebro no pudiera procesarlo. No fue sino hasta el día siguiente que la realidad me golpeó y empecé a llorar. Esa experiencia me enseñó que el duelo se vive de maneras distintas.

Siempre he amado a los animales. De niña, en algún momento, llegué a tener once perros. También me gustaban los gatos, pero mi mamá no quería uno en casa. Un día, para mi sorpresa, me preguntó si quería adoptar uno, y sin dudarlo dije que sí. Así llegó Patricio a mi vida. Ahora tiene tres años y es una parte importante de mi hogar. También tengo una perrita llamada Canela, que recibí como regalo de cumpleaños. A pesar de los años, sigue siendo tan enérgica como siempre.

Considero que la secundaria fue la mejor etapa de mi vida escolar. Conocí personas que, hasta la fecha, siguen siendo parte de mi vida y a quienes valoro mucho. La preparatoria, en cambio, no fue tan significativa. Cuando la terminé, me sentí perdida y confundida sobre qué estudiar, así que decidí tomarme un año sabático para pensar en ello.

A los diecisiete años, finalmente visité el hogar de mi mamá. Fue una experiencia inolvidable. Ver con mis propios ojos los lugares de sus historias fue algo muy especial para mí.

En el amor, no he tenido mucha suerte. Lo más cercano a una relación que tuve fue a los dieciocho años, pero no terminó muy bien. Aprendí mucho de esa experiencia y, aunque me dejó con la impresión de que el amor puede ser complicado, también me enseñó sobre mí misma.

Con el tiempo, me di cuenta de que no siempre me sentía cómoda en mi propia casa. De niña no lo notaba, pero al crecer, empecé a ver cosas que antes pasaban desapercibidas. Aunque es mi hogar, también ha sido un lugar donde he tenido que aprender a manejar situaciones difíciles.

Mi relación con mi mamá es buena, aunque a veces discutimos siempre está ahí para mí. Con mi papá es diferente; aunque está presente, a veces siento una distancia entre nosotros. Aun así, valoro mucho su presencia en mi vida.

También tengo un hermano mayor que yo, y a pesar de la diferencia de edad, siempre hemos sido cercanos.

Los primeros semestres de la universidad fueron difíciles. No estaba segura de si había elegido la carrera correcta, y eso me generaba muchas dudas. Ahora, en este semestre, me siento un poco más conectada con lo que estudio. Aunque sigo teniendo dudas, he encontrado motivaciones que me hacen pensar que este podría ser mi camino.

Sobre el futuro, no tengo una idea clara de lo que quiero, pero hay ciertas cosas que sí visualizo. Me gustaría vivir sola en una casa pequeña pero cómoda, rodeada de muchos gatos, con aroma a café y vecinos lo suficientemente lejos como para disfrutar de la tranquilidad.

En cuanto a la muerte, no sé cómo me gustaría que llegara, solo espero que no sea dolorosa, si no es mucho pedir. ☁

Silencio

El espejo colgaba torcido. Cada vez que alguien dejaba de quererla, su reflejo se desvanecía un poco. Primero desapareció su madre, luego su...