A los doce años, la amistad entre nosotras crecía en lugares que nadie más veía: el salón vacío durante el recreo, donde nos escondíamos bajo los bancos para comer galletas y reírnos de los profesores; la bodega de Educación Física, donde fingíamos buscar pelotas perdidas para evitar correr; la salida trasera donde comprábamos tostadas de tomate a Doña Laurita. Tú llevabas el cabello hasta la cintura, yo lo tenía amarrado en una coleta.
Así pasábamos nuestros días y
todo parecía nunca terminar. Hasta que todo llegó a su fin con una pelea por lo
más estúpido del mundo. Intentamos solucionarlo y hacer como si nada hubiera
pasado, habíamos jurado no volver a discutir por tonterías. Cumplimos, a
medias: nunca más peleamos, pero nunca más hablamos.
Ocho años después, te volví a
ver en el lugar más ridículo posible.
Estabas allí, sentada en una
banca intentado cubrirte del sol. El tiempo te había teñido el cabello de rubio,
cortado a la altura de la mandíbula, y con el mismo estilo de ropa de siempre.
Cuando nuestras miradas chocaron, ambas desviamos la cabeza hacia el suelo,
como si eso fuera la cosa más interesante. Fue tan incómodo que solo deseaba
que el camión ya pasara para poder irme de ahí. La mala suerte llegó cuando el
camión paso y nos subimos al mismo. Yo me senté cerca de la salida; tú elegiste
un asiento junto a la ventana. No sabía
si tú aún recordabas nuestra amistad, o si yo era la única que recordaba cada
detalle.
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